Κυριακή 26 Αυγούστου 2012

ΕΛΛΗΝΙΚΗ ΑΣΤΥΝΟΜΙΚΗ ΛΟΓΟΤΕΧΝΙΑ 7. ΛΗΞΙΠΡΟΘΕΣΜΑ ΔΑΝΕΙΑ

Capítulo 1
Estoy que me subo por las paredes. A las seis y media de la tarde tenemos que estar en la iglesia. Ya son las seis y cuarto y Adrianí sigue encerrada en nuestro dormitorio con Katerina, dándole los últimos «retoques» al vestido de novia de ésta.
Ahora bien, qué arreglos de última hora puede necesitar un vestido que nos costó una fortuna, es algo que no alcanzo a entender.
—¡Fanis se hartará y se irá! —rujo desde la sala de estar.
Como si gritara en el desierto. Vuelvo a caminar de un lado a otro embutido en mi uniforme de gala, sólo que, en lugar de desfilar en la plaza Sintagma, lo hago en mi salón, contando los minutos que faltan para la ceremonia nupcial mientras intento matar el tiempo y, de paso, calmar un poco mi crispación. Para colmo, el uniforme me aprieta como un corsé, ya que me lo pongo en contadas ocasiones.
Estoy convencido de que se retrasan a propósito, para seguir la tradición según la cual la novia siempre hace esperar al novio en la puerta de la iglesia. Y como Katerina no tiene ni idea de esas artimañas, Adrianí ha ido llevándola a su terreno sin que ella se dé cuenta. Hablo por experiencia, porque me hizo lo mismo el día de nuestra boda. Poco me faltó para decirle al sacerdote: «Vayamos empezando, padre, que ya llegará la novia en cualquier momento».
La puerta del dormitorio se abre a las seis y media en punto, es decir, a la hora en que debíamos estar en la iglesia. Katerina lleva el mismo vestido y el mismo velo, y Adrianí, el mismo traje de chaqueta azul con blusa blanca; es decir, que a simple vista no se aprecian «retoques» ni remiendo alguno.
—¿Os dais cuenta de que deberíamos estar ya en la iglesia? —pregunto furioso.
—Calma, calma. Llegaremos a tiempo —me tranquiliza Adrianí—. Todas las bodas empiezan con retraso.
Delante de la puerta nos espera el Seat Ibiza, listo y engalanado para llevar a la novia. Hace cuatro meses que lo tengo, pero aún me sorprende verlo en lugar del Mirafiori, que fue sacrificado para la boda de mi hija. Una noche, mientras veíamos la televisión, de repente a Adrianí se le ocurrió que debíamos alquilar un taxi emperifollado para llevar a Katerina al altar.
—¿Para qué queremos un taxi? —pregunté, ingenuo de mí—. Iremos en mi coche.
—¿Pretendes llevar a nuestra hija a la iglesia en esa chatarra? —clamó Adrianí—. Y vale, dejando aparte a tu hija, ¿no te da vergüenza aparecer así ante tus colegas? ¿Acaso queda en Grecia algún policía que no tenga, como mínimo, un Hyundai?
No quedaba ninguno. Unos tenían un Hyundai; otros, un Toyota o un Suzuki; algunos, un Opel Corsa. Mi Mirafiori era el único en todo el cuerpo policial. Mis colegas lo llamaban con ironía «password»: así como no se puede poner en marcha un programa en el ordenador sin dar el «password», tampoco se podía arrancar el Mirafiori sin Jaritos.
Adrianí interpretó correctamente mi callado asentimiento y siguió atacando:
—A veces no te entiendo, Kostas. Se te cae la baba cuando hablas de tu hija. Y ahora que se casa, ¿no merece ella un «plan Renove»? ¿Tan enganchado estás al Mirafiori de marras?
Tenía razón, estaba enganchado. El Mirafiori era carne de mi carne, imposible retirarlo de la circulación. Adrianí, sin embargo, no pensaba ceder.
—Antes iré a la boda en un camión que en el Mirafiori, te lo advierto.
Katerina quiso ofrecer una solución conciliadora, como de costumbre, y propuso ir a la iglesia en el coche de Fanis.
—¿Y quién conducirá? —quiso saber Adrianí.
—Pues Fanis.
—A la novia la lleva a la iglesia su padre, hija mía, no el novio. El padre entrega la novia a su futuro marido; éste no se la trae de casa.
Al final, me convencí de que el Mirafiori tenía ya cuarenta años y que morir de viejo no era lo peor que podía pasarle.
Si con esa decisión se acabaron, o al menos menguaron, mis tormentos psicológicos, mis suplicios como comprador no hicieron más que empezar. No sabía qué coche comprarme. Cuando no sabes, preguntas. Y cuando preguntas, acabas haciéndote un lío.
—Señor comisario, no le dé vueltas. Cómprese un Hyundai —me aconsejó Dermitzakis—. Es la marca que ofrece una mejor relación calidad-precio. Además, la mitad de los policías conduce un Hyundai y nos hacen descuento en los concesionarios.
—No hagas ni caso, ¿eh?, pero ni caso a los que te hablen de coches Hyundai y Nissan —me comentó Guikas—. Si no quieres tener problemas, cómprate un coche europeo. Un Volkswagen o un Peugeot. Eso sí que son coches.
Al final, fue Fanis quien me sacó de dudas.
—Cómprate un Seat Ibiza —me sugirió.
—¿Por qué?
—Por solidaridad entre los pobres. Ahora los españoles y los portugueses tienen problemas, como nosotros. Para los mercados financieros, somos los PIIGGS,1 los «cerdos». Y cada cerdo debe ayudar a los demás, no hacerles la pelota a los tiburones. Quisimos vivir como tiburones y ahora estamos ahogándonos, porque los cerdos no saben nadar. Por eso tienes que comprarte un Seat Ibiza.
Y me compré un Seat Ibiza.
Petros Márkaris: Con el agua al cuello (Tusquets)
Un caluroso domingo del verano de 2010, el comisario Jaritos asiste a la boda de su hija Katerina, esta vez por la Iglesia y con fanfarria musical. Al día siguiente, poco después de llegar a Jefatura, le informan del asesinato de Nikitas Zisimópulos, antiguo director de banco, degollado con un arma cortante.
El macabro homicidio coincide con una campaña que alguien, amparándose en el anonimato, ha emprendido contra los bancos, animando a los ciudadanos a que boicoteen a las entidades financieras y no paguen sus deudas e hipotecas. Lo cierto es que Grecia, al borde de la bancarrota, pasa por un momento muy crítico, y la población no duda en salir a la calle para quejarse de los recortes en sueldos y pensiones.
Para colmo, Stazakos, el jefe de la Brigada Antiterrorista, sostiene que el asesinato de Zisimópulos podría ser obra de terroristas. Jaritos, en desacuerdo con esa hipótesis, tendrá que apañárselas con sus dos ayudantes para enfrentarse a un asesino cuyos crímenes apenas acaban de empezar.

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