Σάββατο 20 Σεπτεμβρίου 2014

Ο ΑΝΕΞΑΝΤΛΗΤΟΣ ΜΥΘΟΣ ΤΟΥ Μ. ΑΛΕΞΑΝΔΡΟΥ

El mito inagotable de Alejandro

Por fin voy a visitar la tierra natal de Alejandro Magno. Conviví estrechamente con él durante un tiempo, mientras leía un libro tras otro sobre su vida. Apenas transcurridos unos años de su muerte, el rey se había convertido ya en un personaje literario, un mito, una serie de mitos sucesivos. Pero hoy quiero encontrar al hombre detrás del mito. Me he propuesto rastrear las huellas del niño y del joven en los lugares donde transcurrieron los primeros 20 años de su vida.
Hemos alquilado un pequeño coche, el sol brilla con fuerza y las carreteras están vacías. Siempre imaginé este país de otra manera. Quizá más agreste, más grandioso. Un indicador nos dice que estamos llegando a Pella. Éste es el lugar donde Filipo tuvo su corte y donde nació el más famoso de sus hijos, destinado a ser mucho más grande que él, mucho más grande que cualquier otro.
Plutarco cuenta que el nacimiento de Alejandro fue precedido por visiones y prodigios. Tuvo lugar en el mes de Hecatombeón, que los antiguos macedonios llamaban Loo y nosotros agosto, y coincidió con aquel incendio que destruyó el famoso templo de la diosa Ártemis en Éfeso, una de las siete maravillas del mundo antiguo. A menudo imaginamos la antigüedad como una época de maravillas. Hoy, al entrar en el recinto arqueológico de Pella, me cuesta trabajo concebir que aquí pudiera ocurrir nada extraordinario. Un perro flaco trisca entre los matojos y las máquinas de labranza ronronean en los campos vecinos. De lo que un día fue una gran ciudad, quedan sólo unas cuantas columnas en pie. Intento imaginar a Alejandro recorriendo este paraje, quizá recostándose sobre aquella solitaria columna. Pero la imaginación no parece obedecerme. Lo primero que vemos al entrar en el pequeño museo es una cabeza de Alejandro representado como un joven efebo. Le falta la nariz, pero por lo demás es idéntica a docenas de otras que he visto en museos e ilustraciones. Alejandro fue uno de los primeros gobernantes que se preocuparon por su imagen pública. Tuvo sus propios escultores y pintores de corte, quienes reprodujeron siempre el mismo retrato. Todas las imágenes de Alejandro son la misma. No muestran a un hombre, sino a un ideal, un dios. Nunca conoceremos su apariencia real, ni siquiera aquí, tan cerca del lugar donde nació.
En un rincón del museo encuentro una hermosa figura ecuestre. Tanto el jinete como su montura están mutilados. Pienso en las docenas de heridas que Alejandro recibió en batalla. Con toda seguridad, las heridas precipitaron la muerte del rey, que ocurrió en Babilonia cuando tenía sólo 32 años. Alejandro nunca volvió a Macedonia. Dicen que él siempre miraba hacia delante, impaciente por descubrir qué había más allá.
Vergina está sólo a 20 o 25 kilómetros. En la antigüedad se llamaba Aigai y era la ciudad sagrada de los macedonios, el lugar donde coronaban y enterraban a sus reyes. Hoy es un centro de atracción turística. La gente acude en manadas a visitar el museo y las tumbas reales que el arqueólogo Andronikos excavó en los setenta. Una de ellas es la del propio Filipo.
Lo primero que encontramos es el antiguo teatro de la ciudad. Al pie de la colina hay un círculo delimitado por bloques de piedra. Aquí estuvo la orquesta del teatro. En el lugar donde se levantó la escena han plantado unos olivos. Detrás, la gran llanura de Macedonia. Filipo iba a celebrar aquí sus esponsales. Dicen que invitó a los representantes de todas las ciudades helenas para jactarse ante ellos de su poder. Pero, tan pronto como el rey apareció delante de sus invitados, el jefe de su guardia personal le asestó una puñalada en el pecho. Era el momento de mayor gloria de Filipo. Pero ahora agoniza en los brazos de Alejandro. Me sitúo en el sitio exacto donde el rey fue asesinado y les pido a mis compañeros que me hagan una fotografía.
Seguimos subiendo por la colina y hallamos dos tumbas encontradas en las primeras excavaciones. Las tumbas de los nobles macedonios eran como pequeños templos; las losas que las sellaban tenían forma de puerta. Quizá creían que así la muerte los convertiría en dioses. La inmortalidad siempre fue una recompensa apetecible. Alejandro la persiguió durante toda su vida.
En lo alto de la colina están las ruinas del antiguo palacio de Aigai. La vista es muy hermosa y no puedo pensar en un lugar mejor donde construir una residencia real. Debió de ser un edificio imponente. Tan es así que el palacio pervivió en el recuerdo mucho después de que el tiempo hubiera sepultado la última de sus piedras. El paraje siempre se llamó Palatitsa (el pequeño palacio), y así fue como los modernos arqueólogos supieron dónde hundir sus picos.
Son casi las cinco cuando descendemos de la colina y nos encaminamos hacia el museo. Hay tiendas de recuerdos a ambos lados. La famosa efigie de Alejandro con los cuernos del dios egipcio Amón se multiplica en llaveros y medallas. También el llamado Sol de Vergina, una estrella de 16 puntas que adornaba el cofre con los restos de Filipo. Hoy es el símbolo nacional de los macedonios.
El museo es una construcción subterránea, una especie de gran madriguera de conejo sobre la que se volvió a erigir el túmulo que ocultó las tumbas reales durante siglos. La iluminación en el interior es tenue, como corresponde a un lugar sagrado. Hablamos en susurros y nos movemos furtivamente, sintiéndonos casi profanadores de tumbas. Vemos suntuosas ofrendas de oro y de plata expuestas en vitrinas. También las diminutas tallas de marfil que representan a Filipo y a su familia. En el centro está el cofre dorado con el sol de Vergina. Me sorprendo al comprobar que es mucho más grande de lo que yo pensaba. Los huesos guardados dentro de él le revelaron al arqueólogo Andronikos que su excavación había dado justo en el blanco. Una tibia más corta que la otra, la órbita destrozada del ojo derecho. Son nuestros defectos y no nuestras cualidades los que nos representan, incluso después de muertos. Estoy impaciente por ver la tumba de Filipo. El corazón me late deprisa cuando entro. Estoy solo y la tumba está allá abajo, al pie de una grada o escalera. Desciendo lentamente para poder reparar en los detalles. La pesada puerta de mármol flanqueada por dos pilares, los triglifos en un brillante tono de azul, el friso cuarteado, pero en el que todavía es posible distinguir una escena de caza. El joven Alejandro monta sobre Bucéfalo y se dispone a alancear un jabalí. La penumbra. El silencio. El aire vibra con el poder de la ficción.
¿Lo puedes ver?
Claro que lo puedes ver. Tantas veces lo has imaginado.
Anoche, el cadáver de Filipo ardió sobre la pira. Alejandro se había rasurado su hermosa melena en señal de duelo y los rubios cabellos se consumían entre las llamas. Parecía tan joven, tan desvalido... Después el ejército se reunió para elegir al nuevo rey. El nombre de Alejandro fue coreado con tal ardor que las montañas, aunque lejanas, devolvieron los ecos. Sólo tiene 20 años. Pero ahora, a la mañana siguiente, Alejandro ya no parece un muchacho. Ha pasado la noche velando los restos de su padre dentro de la tumba. En estos momentos la abandona para que los esclavos puedan fijar la pesada losa, que se desliza hasta su lugar con un chirrido, Alejandro espera mientras sellan la entrada. Lo miras mientras los primeros rayos del sol iluminan la tumba. Y sabes lo que piensa. Piensa que los hombres no alcanzan la edad adulta hasta ese día atroz en que ven morir a sus padres. Al cabo de un rato, Alejandro se yergue y se aleja con paso firme. Las huellas de sus sandalias han quedado impresas sobre la tierra y sabes que también tú puedes marcharte.

Eloy M. Cebrián (Albacete, 1963), autor de Memorias de Bucéfalo (elpais.es, 2004)


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